Twilight in Kraków

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It was one of the saddest evenings of my life, I believe.

We were walking in silence along the stale Berdnardskiego park and -as who bleeds to death- with every new step we took a stronger affliction overcame us.

In the orangey eventide, we came to sit on an old stoney stands half in ruins, eaten up by the grass. Down, at the other end of the field, some men played ball and their scattered voices, indistinct, emphasized the silence and isolated us even from ourselves. It was our farewell walk, though we hadn’t confessed it to each other.

The gaiety of the eve rendered, by contrast, more despondent the failure of that day. We had agreed on spending a few ones together and giving us a last chance for working it out. But, as usual, after the mirth and glee of the first hours, we had been quarrelling that morning and a mute and persistent silence, filled with gloom, settled down between us and left us helpless. Let’s go for a walk, proposed she for running away from that agony of dead feelings.

Sheltered by the player’s voices, our stares lost in the nothingness, we watched the minutes fall, and strike, like mourn chimes. I told her you move away from the people that loves you because you believe you don’t deserve being happy. I told her but you don’t have to atone for any sin, you have the same right to happiness as any other. She looked at me with a smile full of tenderness but as sad as life, and I, desolate, could see how her love, like the setting sun in the twilight which embraced us, died away behind her big blue eyes, second after second… and I couldn’t but sit there and watch.

The silence spoke to ourselves yet for a while, waiting for the twilight to die. Then, she slowly turned to me and kissed me on the cheeks, while onto hers, two heavy tears -breaming over her long eyelashes- trickled down, leaving the bright and salty trace of sorrow.

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Fue una de las tardes más tristes de mi vida, creo.
Paseábamos en silencio por el caduco parque Bernardskiego y, como quien se desangra, con cada paso que dábamos una mayor lasitud nos vaciaba. Era como un tácito adiós.
En la tarde anaranjada que moría, fuimos a sentarnos sobre las gradas de piedra, medio en ruinas e invadidas por la hierba, de un centenario campo deportivo. Allá, al otro extremo, unos hombres jugaban al balón y sus voces dispersas, indistintas, acentuaban el silencio y nos aislaban incluso de nosotros mismos.
La alegría de la víspera subrayaba aún más el aciago fracaso de aquella jornada: habíamos acordado pasar unos días juntos para volver a intentarlo por última vez; pero, como siempre, pasada la excitación y el entusiasmo de las primeras horas, aquella mañana habíamos discutido y durante todo el día un vacío elocuente y pertinaz, cargado de nostalgia e impotencia, se instaló entre nosotros dejándonos indefensos. Demos un paseo, había propuesto ella para escapar de aquel infierno de sentimientos muertos.
Amparados por las voces de los jugadores, perdidas en la nada nuestras miradas, veíamos caer los minutos como campanadas de duelo. Le dije te alejas de las personas que te quieren porque crees que no mereces ser feliz. Le dije pero no has de expiar ningún pecado, tienes tanto derecho a la felicidad como cualquiera. Ella me miró con una sonrisa llena de ternura pero tan triste como la vida, y entonces vi, con total desolación, cómo su amor se iba ocultando segundo a segundo -el sol poniente de la tarde que nos amparaba- tras aquellos grandes ojos claros; cómo su cariño se me escapaba, cual gorrión huye de la mano, sin sin poder hacer nada para detenerlo.
El silencio habló por nosotros aún algunos momentos, hasta el final del crepúsculo. Entonces, ella se inclinó para besarme en la mejilla: por las suyas, dos gruesas lágrimas, derramándose desde sus largas pestañas, dejaban el rastro brillante y salado del desamor.
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